No parecían en absoluto heroínas, aquellas dos pequeñas desaliñadas, mientras corrían colina abajo dejando tras de sí una nube de polvo. Tenían los pies descalzos, raspados y marrones, las manos enrojecidas con manchas de bayas, y sus rostros pecosos brillaban de calor bajo los pañuelos que ondeaban al sol. Pero Patty y Tilda iban a hacer un buen trabajo, aunque entonces no lo sabían, y estaba muy ocupadas con sus pequeños asuntos mientras se dirigían a paso ligero hacia la estación para vender bayas.
Sus lenguas iban tan rápido como sus pies; pues esta era una gran expedición, y ambas estaban muy emocionadas.
—¿No se ven preciosas? —dijo Tilda, observando orgullosa la carga de su hermana mientras hacía una pausa para cambiar un pesado cubo de un brazo a otro.
—¡Perfectamente deliciosas! Sé que la gente las comprará si no nos da miedo venderlas —respondió Patty, deteniéndose también para acomodar las dos docenas de pequeñas cestas de abedul llenas de frambuesas rojas que llevaba, bellamente dispuestas, sobre una vieja bandeja, adornadas con racimos de bayas escarlata, siemprevivas blancas y hojas verdes.
—No tendré miedo. Iré y gritaré muy fuerte, ya verás si no lo hago. Estoy obligada a tener nuestros libros y botas para el próximo invierno; así que sigue pensando en lo bonitos que serán y sigue adelante —dijo Tilda, líder de la expedición.
—Date prisa. Quiero tener tiempo de regar los ramilletes, para que estén frescos cuando llegue el tren. Espero que haya muchos niños en él; siempre quieren comer, dice mamá.
—Fue muy mezquino por parte de Elviry Morris ir al hotel y ofrecer vender más barato que nosotras, y estropear nuestro mercado. Supongo que deseará haber pensado en esto cuando contemos lo que hemos hecho aquí.
Y las dos niñas rieron con satisfacción mientras avanzaban al trote, sin importarles las dos millas de calor y polvo que tenían que recorrer.
La estación estaba fuera del pueblo, y los largos trenes que llevaban a los viajeros de verano a las montañas paraban allí una vez al día para encontrarse con las diligencias que se dirigían a distintos lugares. Era un lugar agradable, con un gran estanque a un lado, profundos bosques al otro y, a lo lejos, destellos de picos grises o verdes laderas que invitaban a la cansada gente de la ciudad a venir a descansar.
Todos parecían contentos de salir durante los diez minutos de pausa, aunque su viaje aún no hubiera terminado; y mientras permanecían de pie, disfrutando del aire fresco del estanque, o viendo cómo cargaban las diligencias, Tilda y Patty planeaban ofrecer sus tentadoras cestitas de fruta fresca y flores. Era un gran esfuerzo, y sus corazones latían con infantil esperanza y temor cuando llegaron a la vista de la estación, sin nadie alrededor excepto los alegres conductores de diligencias que descansaban a la sombra.
—Tenemos tiempo de sobra. Vamos al estanque a quitarnos el polvo y a beber algo. La gente no nos verá detrás de esos vagones —dijo Tilda, contenta de perderse de vista hasta que llegara el tren; pues incluso su valor parecía desvanecerse a medida que se acercaba el momento importante.
Un largo tren de ganado estaba parado en una vía lateral esperando a que pasara el otro; y mientras las niñas chapoteaban con los pies en el agua fresca, o bebían de sus manos, un sonido lastimero llenaba el aire. Cientos de ovejas, hacinadas en los vagones y sufriendo agonías por el polvo, el calor y la sed, metían sus pobres narices a través de los barrotes, balando frenéticamente; porque la visión de toda aquella agua, tan cerca y sin embargo tan imposible de alcanzar, las enloquecía. Los que iban más adelante, que no podían ver el lago azul, podían olerlo, y siguieron el grito hasta que el bosque resonó con él, e incluso los conductores descuidados dijeron, con una mirada de piedad:
—Es duro para las pobres criaturas este día caluroso, ¿no?
—Oh, Tilda, ¡escúchalas balar y míralas agolparse de este lado para alcanzar el agua! Llevémosles un poco en nuestros platos; es muy espantoso estar sediento —dijo Patty, llenando su vaso de medio litro y corriendo a ofrecérselo a la patética nariz más cercana, que se estiró para recibirlo. Una docena de lenguas sedientas trataron de lamerla, y en la lucha la pequeña taza se vació pronto; pero Patty corrió a por más, y Tilda hizo lo mismo, excitándose ambas tanto por la angustia de las pobres criaturas que nunca oyeron el lejano silbato de su tren, y continuaron corriendo de un lado a otro en su misión de misericordia, sin preocuparse de sus propios pies cansados, de sus rostros acalorados y de las preciosas flores que se marchitaban al sol.

No vieron a un grupo de personas sentadas cerca, bajo los árboles, que las observaban y escuchaban su afanosa charla con sonriente interés.
—Corre Patty; este pobrecito está medio muerto. Échale un poco de agua en la cara mientras hago que este grande deje de caminar sobre él. ¡Ay, caramba! ¡Hay tantos! No podemos ayudar ni a la mitad, ¡y nuestras tazas son tan pequeñas!
—Ya sé lo que voy a hacer, Tilda: meter las bayas en mi delantal y traer un buen montón de una vez —gritó Patty, medio muerta de lástima.
—Te estropeará el delantal y te machacará las bayas, pero no importa. No me importa que no vendamos ni una sola si podemos ayudar a estos pobres y queridos corderitos —respondió Tilda enérgicamente, metiéndose en el estanque hasta los tobillos para llenar el cubo, mientras Patty amontonaba la fruta en su delantal a cuadros.
—¡Ya viene el tren! —gritó Patty, cuando un chillido agudo despertó los ecos y se oyó un estruendo que se acercaba.
—Que venga. No dejaré esta oveja hasta que esté mejor. Tu ve a vender el primer lote; yo iré tan pronto como pueda —ordenó Tilda, tan ocupada en reanimar al exhausto animal que no pudo detenerse ni siquiera para comenzar el nuevo plan.
—No me atrevo a ir sola; ven tú y llama, y yo sujetaré la bandeja —graznó la pobre Patty, con aspecto tristemente asustado mientras el largo tren pasaba con una cabeza en cada ventanilla.
—No seas gansa. Quédate aquí y trabaja; yo iré a vender todas las cestas. Estoy tan loca por estas pobres cosas que no temo a nadie —gritó Tilda, con un último chapoteo refrescante entre las pocas ovejas favorecidas, mientras cogía la bandeja y marchaba hacia el andén, una niña muy acalorada, mojada y andrajosa, pero con el pecho lleno de la justa indignación y la tierna piedad que reparan la mitad de los males de este gran mundo.
—¡Oh, mamá, mira qué cestas tan bonitas! Compra un poco, estoy tan sediento y cansado —exclamó más de un pequeño pasajero ansioso, cuando Tilda levantó su bandeja gritando valientemente.
—¡Bayas frescas! ¡Bayas frescas! ¡Diez céntimos! ¡Sólo diez céntimos!
Se fueron todas en diez minutos; y si Patty hubiera estado con ella, el cubo podría haberse vaciado antes de que partiera el tren. Pero la otra pequeña samaritana estaba trabajando duro; y cuando su hermana se le unió, exhibiendo orgullosa un puñado de plata, se sintió más orgullosa aún al mostrar a su lanudo inválido mordisqueando débilmente la hierba de su mano.
—Podríamos haber vendido todas; a la gente le gustaron; y la próxima vez tendremos dos docenas de cestas cada una. Pero tendremos que ser activas, porque algunos de los niños se pelean por elegir la que les gusta. Es muy divertido, Patty —dijo Tilda, atando las preciosas monedas en una esquina de su sucio pañuelo.
—Y esto también —respondió la otra, con una última palmadita cariñosa en la nariz de su paciente, mientras el tren se ponía en marcha y vagón tras vagón de ovejas sufrientes las adelantaban con gritos lastimeros y esfuerzos vanos por alcanzar el agua bendita de la que estaban tan terriblemente necesitadas.
La pobre Patty no podía soportarlo. Estaba acalorada, cansada y desdichada por lo poco que podía hacer; y cuando sus ojos compasivos perdieron de vista aquella carga de miseria, se limitó a sentarse y llorar.
Pero Tilda la regañaba mientras volvía a poner cuidadosamente las bayas no vendidas en el cubo, todavía inconsciente de la gente que había detrás de los arbustos de sauco, junto al estanque.
—Es lo más cruel que he visto en mi vida; y ojalá fuera mayor para poder hacer algo al respecto. Pondría a toda la gente del ferrocarril en esos vagones, y los mantendría allí horas, horas y horas, pasando por los estanques todo el tiempo; y también tendría helado, donde no pudieran conseguir ni un poco, y un montón de ventiladores, y otras personas todas frescas y cómodas, sin importarles el calor, el cansancio y la sed que tuvieran. ¡Sí, me gustaría! Y luego veríamos qué les parece a ellos.
Aquí Tilda, indignada, tuvo que detenerse para respirar y se refrescó chupándose el zumo de bayas de los dedos.
—Debemos hacer algo al respecto. No puedo alegrarme de pensar que esos pobres corderitos vayan tan lejos sin agua. Es horrible tener sed —sollozó Patty, bebiendo sus propias lágrimas a medida que caían.
—Si tuviera una manguera, vendría todos los días y regaría los vagones; eso sí que serviría. De todos modos, traeremos el otro cubo grande y regaremos todo lo que podamos —dijo Tilda, cuyo activo cerebro estaba siempre listo con un plan.
—Entonces no venderemos nuestras bayas —comenzó Patty; pues todo el mundo le resultaba triste en aquel momento por el espectáculo que había visto.
—Vendremos más temprano, y trabajaremos muy duro hasta que llegue nuestro tren. Entonces yo venderé y tu seguirás regando con los dos cubos. Es un trabajo duro, pero podemos turnarnos. ¿Qué haremos con todas estas bayas? Las de abajo están destrozadas, así que nos las comeremos; pero éstas son bonitas, sólo que ¿quién las comprará? —y Tilda miró el delantal estropeado y los cuatro cuartos de frambuesas recogidas con tanto cuidado bajo el sol ardiente.
—Yo lo haré —dijo una voz agradable; y una joven salió de entre los arbustos tal como el hada buena se aparece a las doncellas en los cuentos antiguos.
Las dos niñas se sobresaltaron y se quedaron mirando, y se llenaron de confusión cuando asomaron otras cabezas, y un caballero corpulento se acercó a ellas, sonriendo tan bondadosamente que no se asustaron.
—Vamos a hacer un picnic en el bosque, y nos gustaría tener estas bonitas bayas para la cena, si quieren venderlas —dijo la señora, tendiéndoles una bonita cesta.
—Si, señora. Puede llevar todas. Están un poco machacadas; así que no le pediremos más de diez céntimos por cuarto, aunque esperábamos conseguir doce —dijo Tilda, que tenía buen ojo para los negocios.
—¿Cuánto cobran por dar de beber a las ovejas? —preguntó el caballero, mirando amablemente a Patty, que enseguida se retiró a las profundidades de su sombrero, como un caracol a su concha.
—Nada, señor. ¿No fue horrible ver a esas pobres criaturas? Eso fue lo que la hizo llorar a ella. Tiene un corazón muy tierno y no pudo soportarlo; así que dejamos ir las bayas e hicimos lo que pudimos —respondió Tilda, con una carita tan seria que parecía bonita a pesar del bronceado, las pecas y el polvo.
—Si, fue muy triste, y debemos ocuparnos de ello. Aquí hay algo para pagar las bayas y también el agua —y el caballero arrojó un brillante medio dólar en el regazo de Tilda y otro en el de Patty, como si estuviera acostumbrado a arrojar dinero de aquella deliciosa manera.
Las niñas no sabían qué decirle; pero sonreían a todo el mundo, y examinaban las bonitas piezas de plata como si fueran muy preciadas a sus ojos.
—¿Qué van a hacer con eso? —preguntó la señora con esa voz amable que siempre obtiene una respuesta inmediata
—Estamos ahorrando para comprar libros y botas de goma, para poder ir a la escuela el próximo invierno. Vivimos a tres kilómetros de la escuela, gastamos muchas botas y nos resfriamos cuando ha llovido. La primavera pasada tuvimos peumonía, y mamá dijo que debíamos tener botas de goma, y que podríamos ganar lo suficiente para comprarlas en la época de las bayas —dijo Tilda entusiasmada.
—Sí, y ella es muy lista, y la van a ascender, y debe tener libros nuevos, y cuestan mucho; y mamá no es rica, así que nos los compramos nosotras —añadió la hermana Patty, olvidando la timidez por el orgullo fraternal.
—Qué valiente. ¿Cuánto costarán las botas y los libros? —preguntó la señora, echando una mirada al viejo caballero, que comía bayas de su cesta.
—Supongo que unos cinco dólares. Queremos comprar un chal para mamá. Es un secreto, y trabajamos muy duro todos los días, porque las bayas no duran mucho —dijo Tilda, sabiamente.
—Ella pensó en venir aquí. Nos sentíamos muy mal por perder nuestro lugar en el hotel, y no sabíamos qué hacer, hasta que Tilda hizo este plan. Creo que es espléndido —y Patty miró su medio dólar con inmensa satisfacción.
—No estropees el plan, Alice. Pasaré cada semana mientras estés aquí arriba, y me ocuparé del éxito del asunto —dijo el viejo caballero, con un movimiento de cabeza; añadiendo, en un tono más alto—. Estas son bayas muy finas, y quiero que lleven cuatro cuartos cada dos días a la granja de Miller, por allí. ¿Conoces el lugar?
—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! —gritaron dos voces ansiosas, pues las niñas sentían como si estuviera a punto de caerles una lluvia de medios dólares.
—Yo subo todos los sábados y bajo los lunes; y las cuidaré aquí, para que puedan dar de beber a las ovejas todo lo que quieran. Lo necesitan, pobres bestias —añadió el viejo caballero.
—¡Lo haremos, señor! ¡Lo haremos! —gritaron las niñas, con caras tan llenas de inocente gratitud y buena voluntad que la joven se inclinó y las besó a ambas.
—Ahora, querida, debemos irnos y no hacer esperar más a nuestros amigos —dijo el caballero, volviéndose hacia las cabezas que seguían balanceándose detrás de los arbustos.
—Adiós, adiós. No olvidaremos las bayas ni las ovejas —gritaron las niñas, agitando el delantal manchado como un estandarte, y mostrando hasta el último diente blanco en las sonrisas radiantes que enviaron tras estos nuevos amigos.
—Ni yo a mis corderos —se dijo Alice, mientras seguía a su padre hasta la barca.
—¿Qué dirá mamá cuando se lo contemos y le enseñemos ese montón de dinero? —exclamó Tilda, echándose las monedas de diez céntimos en el regazo y tintineando con entusiasmo los grandes billetes de medio dólar antes de volver a atarlos.
—Espero que no nos roben volviendo a casa. Será mejor que te lo escondas en el pecho, sino alguien podría verlo —dijo Patty.
—¡Allí va la barca! —gritó Tilda—. ¿No es precioso? Son las personas más buenas que he visto.
—Ella es perfectamente elegante. Me gustaría tener un vestido blanco y un sombrero igual. Cuando me besó, la larga pluma era tan suave como el ala de un pájaro en mis mejillas, y su pelo se enroscaba como el dibujo que recortamos del periódico —y Patty se quedó mirando la barca como si aquel pequeño toque de romanticismo en su vida de trabajadora le resultara encantador.
—Deben de ser muy ricos para querer tantas bayas. Tendremos que volar para conseguir suficientes para ellos y para los del vagón. Vayamos ahora mismo a ese espeso lugar que dejamos esta mañana, de lo contrario Elviry podría adelantársenos —dijo la práctica Tilda, levantándose de un salto, porque al que madruga, Dios lo ayuda. Pero ninguna de las dos había soñado siquiera la buena cosecha que iban a obtener aquel verano, todo debido a su prontitud en responder a aquel lastimero “¡Mee! ¡Mee!”.