La sonrisa de Andy la Andrajosa había desaparecido.
No del todo, pero lo suficiente como para que su cara pareciera unilateral.

Si uno miraba a Andy la Andrajosa desde el lado izquierdo, podía ver su sonrisa.
Pero si uno miraba al Andy la Andrajosa desde el lado derecho, no podía ver su sonrisa. Así que la sonrisa de Andy la Andrajosa había desaparecido.
En realidad, no era culpa del Andy la Andrajosa.

Se sentía tan feliz y soleado como siempre.
Y tal vez no habría notado la diferencia si las otras muñecas no le hubieran dicho que sólo le quedaba la mitad de su alegre sonrisa.
Tampoco era culpa de Marcella. ¿Cómo iba a saber ella que Dickie le daría de beber jugo de naranja a Andy la Andrajosa y le quitaría la mayor parte de su sonrisa?
Y además de quitarle la mitad de la sonrisa a Andy la Andrajosa, el jugo de naranja le dejó una gran mancha marrón en la cara.
Marcella lo lamentó mucho cuando vio lo que había hecho Dickie.
Dickie también lo habría lamentado si hubiera tenido más de dos años, pero cuando uno sólo tiene dos años, tiene muy pocas penas.
La única pena de Dickie era que le habían quitado a Andy la Andrajosa, y que no podía darle más jugo de naranja a Andy la Andrajosa.
Marcella besó a Andy la Andrajosa más que al resto de las muñecas aquella noche, cuando las acostó, y esto hizo muy felices a todas las muñecas.
Siempre les producía un gran placer que abrazaran y besaran a cualquiera de ellas, pues ninguna de ellas era egoísta.
Marcella colgó un calcetín diminuto y colocó un platito de porcelana para cada una de las muñecas junto a su camita de caja de carretes.
Porque, como probablemente habrán adivinado, era Nochebuena y Marcella tenía la esperanza de que Santa Claus viera los pequeños calcetines y pusiera algo en ellos para cada muñequita.
Entonces, cuando la casa estaba muy silenciosa, la muñeca francesa dijo a Andy la Andrajosa que se le había borrado casi toda la sonrisa.
—¡Claro que no! —dijo Andy la Andrajosa—. ¡Todavía puedo sentirla! ¡Tiene que estar ahí!
—Oh, ¡pero realmente se ha ido! —dijo el tío Clem—. ¡Fue el jugo de naranja!
—Bueno, todavía me siento igual de feliz —dijo Andy la Andrajosa—, ¡así que vamos a jugar a algún tipo de juego alegre! ¿Cuál será?

—¡Tal vez sea mejor que intentemos lavarte la cara! —dijo la práctica Ana de Trapo. Siempre hacía de madre para las otras muñecas cuando estaban solas.
—¡No sirve de nada! —dijo la muñeca francesa a Ana de Trapo—. Recuerdo que una vez se me derramó jugo de naranja sobre un lindo vestido blanco que tenía, y la mancha nunca se quitó.
—¡Qué lástima! —dijo Henny, la muñeca holandesa—. ¡Echaremos de menos la alegre sonrisa de Andy la Andrajosa cuando nos mire de frente!
—¡Tendrás que ponerte a mi derecha, cuando quieras ver mi sonrisa! —dijo Andy la Andrajosa, con una risita alegre, muy abajo en su suave algodón interno.
—Pero quiero que todo el mundo entienda —continuó—, que yo sonrío igual, tanto si pueden verlo como si no.
Y con esto, Andy la Andrajosa se agarró a tío Clem y a Henny, y salió corriendo hacia la puerta de la guardería, seguida por todos los demás muñecos.
Andy la Andrajosa tenía la intención de saltar escaleras abajo, de cabeza, pues sabía que ni él, ni el tío Clem ni Henny se romperían nada saltando escaleras abajo.
Pero cuando estaban a punto de llegar a la puerta, cayeron al suelo en un montón, pues allí, de pie, observando toda la representación, había un hombre.
Todos los muñecos se desplomaron en diferentes actitudes, pues no les convenía que una persona de carne y hueso viera que podían actuar y hablar como personas de verdad.
Andy la Andrajosa, el Tío Clem y Henny se detuvieron tan bruscamente que cayeron unos sobre otros, y Andy la Andrajosa, yendo a la cabeza y tirando de los otros dos, se deslizó a través de la puerta y se detuvo a los pies del hombre.

Una risa alegre la saludó y una mano regordeta bajó y levantó a Andy la Andrajosa y la giró.
Andy la Andrajosa contempló una alegre carita redonda, con una naricita y unas mejillas rojas, todo ello enmarcado por unos bigotes y barba blancos que parecían de nieve.
Entonces, el hombrecito redondo entró en el cuarto de los niños, tomó todos los muñecos y los miró. No hacía ruido al andar, y por eso había sorprendido a los muñecos en la cabecera de la escalera.

El hombrecito de los bigotes blancos como la nieve colocó todas las muñecas en fila y sacó de un estuche que llevaba en el bolsillo un frasquito y un cepillito. Mojó el cepillito en la botellita y tocó con él las caras de todos los muñecos.
Entonces, ante la mirada de todos los muñecos, el alegre hombrecito del bigote blanco tocó la cara de Andy la Andrajosa con el líquido mágico, y la mancha de jugo de naranja desapareció, y en su lugar aparecieron las mejillas rosadas y la alegre sonrisa de Andy la Andrajosa.
Y, girando a Andy la Andrajosa para que pudiera mirar a todos los demás muñecos, el alegre hombrecito le mostró que todos los demás muñecos tenían nuevas mejillas rosadas y caras recién pintadas. Todas parecían muñecas nuevas. Incluso la cabeza agrietada de Susan se había arreglado.
Henny, la muñeca holandesa, estaba tan sorprendida que se cayó de espaldas y dijo:
—¡Oh!
Cuando el alegre hombrecito de los bigotes blancos oyó esto, levantó a Henny y la tocó con el pincel en el centro de la espalda, justo encima del lugar donde Henny tenía el pequeño mecanismo que le hacía decir “mamá” cuando era nueva. Y cuando el hombrecito tocó a Henny y la inclinó hacia delante y hacia atrás, Henny, que había quedado como nueva, dijo “Mamá” de forma muy bonita.
Luego, el hombrecito puso algo en cada uno de los calcetines de las muñequitas, y algo en cada uno de los platitos de porcelana para las dos muñecas de un penique.
Luego, tan silenciosamente como había entrado, se marchó, limitándose a volverse en la puerta y agitando sus dedos hacia las muñecas de manera alegre y traviesa.
Andy la Andrajosa lo oyó reírse por lo bajo mientras bajaba las escaleras.
Andy la Andrajosa fue de puntillas hacia la puerta y se acercó a la cabecera de la escalera.
Luego hizo señas a los demás muñecos para que se acercaran.
Allí, desde la cabecera de la escalera, observaron al alegre hombrecito de bigotes blancos que sacaba cosas bonitas de un gran saco y las colocaba alrededor de la chimenea.
“No sabe que lo estamos observando”, pensaron todas las muñecas; pero cuando el hombrecito terminó su tarea, se volvió rápidamente y se rio de las muñecas, pues todo el tiempo supo que lo estaban observando.
Luego, agitando de nuevo los dedos a su alegre manera, el hombrecito de bigotes blancos se echó el saco al hombro y, con un silbido como el que hace el viento cuando se cuela por los resquicios de una ventana, se fue por la chimenea.
Las muñecas se quedaron muy calladas cuando volvieron al cuarto de los niños y se sentaron a reflexionar, y mientras pensaban, oyeron en la noche el tintineo de las campanitas del trineo, cada vez más tenues a medida que desaparecían en la distancia.

Sin decir palabra, pero llenos de un feliz asombro, los muñecos se metieron en sus camas, tal como Marcella los había dejado, y se subieron las mantas hasta la barbilla.
Y Andy la Andrajosa yacía allí, con sus ojitos de botón de zapato mirando directamente hacia el techo y esbozando una alegre sonrisa; no una media sonrisa esta vez, sino una sonrisa de tamaño natural.