Era Nochebuena, y la Niña acababa de colgar su calcetín junto a la chimenea, justo donde estaría listo para Santa Claus cuando bajara por ella. Sabía que iba a venir, bueno, porque era Nochebuena, porque siempre había venido a dejarle regalos en todas las Nochebuenas que recordaba, y porque había visto sus fotos por todo el pueblo cuando había salido con mamá.
Sin embargo, no estaba SÓLO satisfecha. En el fondo de su corazón se sentía un poco insegura; verán, cuando nunca has visto realmente a una persona con tus propios ojos, es difícil sentir que crees en ella, incluso aunque esa persona siempre te haya dejado hermosos regalos cada vez que ha venido.
—Oh, vendrá —dijo la Niña—. Sé que estará aquí antes del amanecer, pero de alguna manera deseo…
—Bueno, ¿qué deseas? —dijo una Vocecita muy cerca de ella; tan cerca que la Niña dio un salto al oírla.
—Me gustaría VER a Santa Claus yo misma. Me gustaría ir a ver su casa y su taller, y montar en su trineo, y conocer a la señora Santa Claus; sería muy divertido, y entonces lo SABRÍA con seguridad.
—¿Por qué no vas, entonces? —dijo la Vocecita—. Es muy fácil. Pruébate estos Zapatos, y toma esta Luz en tu mano, y encontrarás el camino.

La Niña miró hacia la chimenea, y vio dos Zapatitos, uno al lado del otro, y una Chispa de Luz cerca de ellos, como si todos estuvieran hechos de uno de los carbones encendidos del fuego de leña. La Niña estaba impaciente por quitarse las zapatillas y probárselas. Parecía que eran demasiado pequeñas, pero no lo eran; le quedaban perfectas, y justo cuando se las había puesto y había tomado la Luz en la mano, sopló un poco de Viento y se fue por la chimenea, junto con tantas otras Chispitas, pasando junto a las Hadas del Hollín y saliendo al Aire Libre, donde Jack Escarcha y los Rayos de las Estrellas estaban todos ocupados en su trabajo de hacer que el mundo se viera bonito para Navidad.
La Niña, los Dos Zapatos, la Luz Brillante y todo lo demás, se alejaban cada vez más alto, hasta que pareció una estrellita en el cielo. Era de lo más divertido, pero parecía conocer perfectamente el camino y no tenía que detenerse a preguntar en ningún sitio. Todo el camino era recto, y cuando uno no tiene que pensar en girar a la derecha o a la izquierda, las cosas resultan mucho más fáciles. Muy pronto, la Niña se dio cuenta de que había una luz brillante a su alrededor (oh, una luz muy brillante), y de inmediato algo en su corazón comenzó a hacerla sentir muy feliz. No sabía que los espíritus de la Navidad y las pequeñas hadas de la Navidad estaban a su alrededor e incluso dentro de ella, porque no podía ver a ninguno de ellos, a pesar de que sus ojos eran muy brillantes y normalmente podían ver mucho.
Pero eso era todo, y la niña sintió deseos de reír, cantar y alegrarse. Se acordó del Niño Enfermo que vivía en la casa de al lado, y se dijo que por la mañana le llevaría uno de sus libros de dibujos más bonitos, para que tuviera algo que le alegrara todo el día. Poco a poco, cuando la brillante luz que la rodeaba se había hecho mucho más intensa, la Niña vio delante de ella un camino, recto y pulcro, que subía por una colina hasta una casa muy, muy grande, con muchísimas ventanas. Cuando se hubo acercado un poco más, vio velas en todas las ventanas, rojas, verdes y amarillas, y todas ardían intensamente, por lo que la Niña supo de inmediato que se trataba de velas de Navidad que la alumbrarían en su viaje y le alegrarían el camino, y algo le dijo que aquella era la casa de Santa Claus y que muy pronto tal vez vería al mismísimo Santa Claus.
Justo cuando se acercaba a la escalera, y antes de que le diera tiempo a llamar al timbre, la puerta se abrió, se abrió por sí sola todo lo que podía abrirse, y allí estaba, no el mismísimo Santa Claus, no lo crean, sino un gracioso Hombrecito de piernas delgadas y vientre regordete que se estremecía de vez en cuando al reír. Al igual que la Niña, te habrías dado cuenta enseguida de que era un hombrecito muy feliz, y también habrías adivinado enseguida que la razón de que fuera tan regordete era que se reía y reía y sonreía todo el tiempo, pues sólo las personas agrias y malhumoradas son delgadas y esqueléticas. Rápido como un rayo, se quitó su gorrito rojo, esbozó una amplia sonrisa y dijo:
—¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad! ¡Pasa! ¡Entra!
Así que la Niña entró tomada de la mano del Hombrecito y, cuando estuvo dentro, había una hoguera rojiza, resplandeciente y chisporroteante, y allí estaban el Hombrecito y todos sus hermanos y hermanas, que decían que se llamaban Feliz Navidad y Buen Ánimo, y tantas otras cosas que sonaban alegres; y había tantos que la Niña sabía que nunca podría contarlos, por mucho que lo intentara.
A su alrededor había fardos, cajas y montones de juguetes y juegos, y la Niña sabía que todo estaba listo y a la espera de ser cargado en el gran trineo de Santa Claus para que sus renos lo transportaran por encima de las nubes y los ventisqueros hasta las personas que habían dejado sus calcetines preparados para él. Muy pronto, todos los Hermanitos del Buen Ánimo empezaron a apresurarse y a llevar los fardos lo más deprisa que podían hasta la escalera, donde la Niña oía el tintineo de los cascabeles y el ruido de los cascos. Así que la Niña recogió algunos fardos y se puso a dar saltitos, porque quería ayudar (la Navidad no es divertida si no ayudas, ya sabes); y allí, en el patio, estaba el trineo MÁS GRANDE que la Niña había visto nunca, y los renos pataleaban y hacían cabriolas y tintineaban los cascabeles de sus arneses, porque estaban ansiosos por volver a la Tierra.
Apenas podía esperar a que llegara Santa Claus, y justo cuando empezaba a preguntarse dónde estaría, la puerta se abrió de nuevo y salió todo un bosque de árboles de Navidad; al menos parecía como si todo un bosque hubiera salido a pasear por alguna parte, pero un segundo vistazo mostró a la Niña que había miles de duendecitos de Navidad, y que cada uno llevaba un árbol o una gran corona Navideña a la espalda. Detrás de todos ellos, podía oír a alguien riendo a carcajadas y hablando con una voz grande y jovial que sonaba como si fuera buen amigo de todo el mundo.
Y enseguida supo que Santa en persona se acercaba. A la Niña se le encogió el corazón por un momento mientras se preguntaba si Santa Claus se fijaría en ella, pero no tuvo que preguntárselo mucho tiempo, porque él la vio enseguida y dijo:
—¡Santo cielo! ¿Quién eres y de dónde vienes?
La Niña pensó que tal vez tendría miedo de contestarle, pero no lo tuvo. Como ven, él tenía un brillo tan amable en los ojos que ella se sintió feliz de inmediato cuando contestó:
—¡Oh, soy una Niña, y tenía tantas ganas de ver a Santa Claus que he venido, y aquí estoy!
—¡Jo, jo, jo! —rio Santa Claus—. ¡Y aquí estás! Querías ver a Santa Claus y has venido. Eso está muy bien, y es una lástima que tenga tanta prisa, porque nada nos gustaría más que mostrarte los alrededores y hacerte pasar un buen rato. Pero ya ves que son las doce menos cuarto y tengo que ponerme en camino enseguida, porque si no, no llegaré a la primera chimenea antes de medianoche. Llamaría a la señora Santa Claus y le pediría que te trajera algo de cenar, pero está ocupada terminando la ropa de las muñecas, que debe estar lista antes de mañana, y supongo que será mejor no molestarla. ¿Hay algo que te gustaría, Niña? —y el bueno de Santa Claus puso su mano grande y cálida sobre los rizos de la Niña y ella sintió su calor y amabilidad hasta el fondo de su corazón. Ya ven, queridos míos, que, aunque Santa Claus tuviera tanta prisa, no estaba tan ocupado como para detenerse un momento y hacer feliz a alguien, aunque fuera alguien no más grande que la Niña.
Así que, le sonrió a Santa Claus y le dijo:
—¡Oh, Santa Claus! ¡Si SÓLO pudiera bajar a la Tierra contigo detrás de esos espléndidos renos! Me encantaría ir, ¿me llevarías, por favor? Soy tan pequeña que no ocuparé mucho sitio en el asiento, y me quedaré muy quieta y no molestaré ni un poquito.
Entonces Santa Claus se echó a reír, con una carcajada enorme y sonora, y dijo:
—Quiere que la llevemos, ¿verdad? Bueno, bueno, ¿la llevamos, Duendecitos? ¿La llevamos, Haditas? ¿La llevamos Renos Buenos?
Y todos los Duendecitos saltaron y brincaron y le trajeron a la Niña una ramita de acebo; y todas las Hadas se inclinaron y sonrieron y le trajeron un poco de muérdago; y todos los Renos Buenos hicieron sonar sus cascabeles, lo que significaba: “¡Oh, sí, llevémosla! ¡Es una buena Niña! Dejémosla montar”. Y antes de que la Niña pudiera siquiera pensarlo, se encontró metida en la gran túnica de piel junto a Santa Claus, y se fueron, por el aire, por encima de las nubes, a través de la Vía Láctea, y justo bajo el resplandor de la Osa Mayor, hacia la Tierra, cuyas luces la Niña empezó a ver titilando debajo de ella. De pronto, sintió que los patines rozaban algo, y supo que debían de estar en el tejado de alguien, y que Santa Claus se deslizaría por la chimenea de alguien en un minuto.
Ella también tenía muchas ganas de ir. Si nunca hubieras bajado por una chimenea y visto a Santa Claus llenar los calcetines, tendrías tantas ganas de ir como la Niña, ¿verdad? Así que, justo cuando la Niña lo deseaba con todas sus fuerzas, oyó una vocecita que decía:
—¡Agárrate fuerte a su brazo! ¡Agárrate fuerte a su brazo!
Así que se agarró fuerte y firmemente al brazo de Santa Claus, y él se echó al hombro su bolsa, sin pensar que pesaba más de lo normal, y de un salto y un resbalón, allí estaban, Santa Claus, la Niña, la bolsa y todo, justo en medio de una habitación donde había una chimenea y todos los calcetines colgados para que Santa Claus los llenara.
En ese momento, Santa Claus se fijó en la Niña. Se había olvidado de ella y se sorprendió mucho al ver que también había venido.
—¡Bendita sea! —dijo—. ¿De dónde has salido, Niña? Y, ¿cómo vamos a volver a subir los dos por la chimenea? Es muy fácil bajar, pero otra cosa es volver a subir.
Santa Claus parecía muy preocupado. Pero la Niña empezaba a sentirse muy cansada, pues había pasado una noche muy emocionante, así que dijo:
—Oh, no te preocupes por mí, Santa Claus. Me lo he pasado tan bien que prefiero quedarme aquí un rato. Creo que me acurrucaré en su alfombra unos minutos y echaré una siestecita, porque parece tan cálida y acogedora como nuestra propia alfombra de casa, y, vaya, es nuestra propia chimenea y es mi propia habitación, porque está el osito Teddy en su silla donde lo dejo todas las noches, y está Gato Conejita acurrucada en su cojín en el rincón.
La Niña se volvió para dar las gracias a Santa Claus y despedirse de él, pero o bien se había ido muy deprisa, o bien ella se había dormido muy deprisa (nunca supo cuál de las dos cosas), pues lo siguiente que supo fue que Papá la tenía en sus brazos y le decía:
—¿Qué hace aquí mi Niña? Tiene que irse a la cama, porque es Nochebuena y Santa Claus no vendrá si piensa que hay gente pequeña por aquí.
Pero la Niña sabía que no era así, y cuando empezó a contárselo todo, y cómo las hadas de Navidad le habían dado la bienvenida, y cómo Santa Claus le había dado un paseo tan bonito, papá se rio, y dijo:
—Has estado soñando, Niña, has estado soñando.
Pero la Niña sabía que no era así, pues allí, sobre la chimenea, estaba el Carboncito Negro, que le había regalado Dos Zapatos y Luz Brillante, y en su mano sujetaba una baya de acebo que uno de los Espíritus de la Navidad había colocado allí. Y lo que era más, estaba ella misma sobre la alfombra de la chimenea, tal como Santa Claus la había dejado, y ésa era la mejor prueba de todo.
El problema era que Papá nunca había sido una Niña, así que no podía decir nada al respecto, pero sabemos que ella no había estado soñando, ¿verdad, queridos?