El niño que perdió el pastel de Navidad

Resumen

Este cuento sigue las desventuras del pequeño Pedro, encargado de llevar un delicioso pastel navideño a su tía. En el camino, se distrae con un malabarista que, tras una serie de engaños y confusiones, provoca que Pedro intercambie su preciado pastel por una pesada piedra. La historia, entre lo mágico y lo travieso, muestra cómo la confusión se resuelve gracias a un encantamiento (o un truco), devolviendo el pastel a su dueño. Con un tono ligero y humorístico, el cuento resalta temas como la ingenuidad infantil, la astucia y el valor de la verdad.


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Érase una vez, una anciana que vivía en un pueblo tuvo la ocurrencia de enviar un pastel de Navidad a su hermana, que vivía en otro pueblo. 

—Será un manjar poco común para la pobre alma —dijo—, pues es cierto que la repostería ajena tiene mejor sabor que la que sale del horno propio, aunque la diferencia entre ambas no sea más que un grano de sal.

Y se puso manos a la obra para preparar el pastel.

Lo que ponía en el pastel es una larga historia, pues había harina de la mejor calidad, azúcar de la más dulce, y especias de todas clases; mantequilla amarilla fresca, leche cremosa, ciruelas tan grandes como el pulgar de un hombre, y levadura, cuyo secreto nadie conocía salvo ella misma; y todo mezclado y revuelto, ¡oh, nunca hubo una masa tan apetitosa como la que hacía la anciana!

—Pero mezclar el pastel no es más que la mitad de la batalla —dijo mientras lo metía en el horno—. Es el horneado lo que prueba al cocinero.

Y no tuvo paz hasta que el pastel estuvo hecho; y lo probó con un palillo, que es la mejor manera de probar un pastel, como todo el mundo sabe.

—¡Pero si es un buen pastel! Ojalá fuera yo quien lo comiera —dijo su hijo Pedro, que se quedó mirándola.

Fue Pedro quien tuvo que llevar el pastel a la tía, y cuando la buena señora lo hubo envuelto en tantas mantas como si fuera a hacer un viaje de cien millas, lo metió en una bolsa y se lo dio al muchacho con muchas advertencias sobre su cuidado.

—Es muy probable que, con todas tus cabriolas en el camino, no sea más que un montón de migajas cuando tu tía lo vea —dijo lanzando un suspiro.

—No, iré tan despacio como un caracol —dijo Pedro, que era el muchacho más bondadoso que se podía esperar encontrar.

—Pero, ¡tan despacio como un caracol cuando tu tía está esperando su alegría Navideña! —gritó la anciana.

—¿Cómo va a estar esperando algo que no sabe que está por llegar? —preguntó Pedro, pero la anciana no quiso escuchar sus preguntas.

Pedro estaba justo al otro lado de la puerta cuando ella lo llamó:

—Laddie, si me quieres, no dejes que nadie sepa lo que hay en la bolsa.

—Pero si alguien me pregunta, ¿qué le digo? —preguntó el pobre Pedro.

—Podrías disuadirlos con otra pregunta —dijo la señora—. ‘¿Qué llevas en el bolso?’, te preguntarán. ‘¿Cómo se llama la Ciudad de Twikenham?’, dirás tú.

—¿Y si no se rinden? —preguntó Pedro, que empezaba a pensar que llevarle el pastel a su tía no era tarea fácil.

—Entonces pruébalos con una adivinanza —dijo su madre—. ‘¿Qué hay en la bolsa? Es redonda como el queso y marrón más bien espeso. Ven y respóndeme a eso’, dirás.

—Pero, ¿y luego qué? —dijo Pedro ansioso.

—Oh, bueno, si tienen que saberlo, entonces tienes que decir la verdad —dijo Goody—; así que habla con valentía y di esto: ‘No es más que un poco de repostería de una vieja que piensa más que los demás’.

—Sería más fácil decir ‘pastel’ —objetó Pedro, pero su madre no quiso escucharlo.

—Es más fácil, pero tentador —dijo—. Todos los niños del pueblo te pisarán los talones si dices ‘pastel’.

Pedro se alegró mucho cuando todas las advertencias, adivinanzas y demás llegaron a su fin y se puso en camino.

Trató de ser a la vez enérgico y cuidadoso, como su madre le había ordenado, y todo fue bien para él y para el pastel, hasta que se encontró con un malabarista que, de pie en un carro pintado junto al camino, hacía trucos maravillosos.

Fueron muchos los que se detuvieron a ver al malabarista, capellanes y comerciantes, gente del campo que iba a la ciudad y gente de la ciudad que iba al campo; y Pedro también se detuvo. El malabarista hacía cosas maravillosas. Ahora lanzaba al aire, una tras otra, bolas de oro, y las atrapaba a tal velocidad que, de tanto mirarlo, se le mareaba a uno la cabeza. Encontraba ramilletes en la cesta de huevos que una campesina llevaba al pueblo. Y en cuanto sus ojos se posaron en Pedro, que estaba de pie con la boca abierta al borde de la multitud, se puso a gritar:

—Hay un muchacho que lleva una fortuna en la gorra, pero no lo sabe —y le hizo señas a Pedro para que se acercara.

—Ve, ve —gritaron los que estaban a su alrededor, pero el muchacho se detuvo.

—Es un viejo gorro de mi madre; la lana proviene de nuestras ovejas negras y no tiene ninguna fortuna —dijo.

—Si no hay nada en la gorra, buenos señores —dijo el malabarista a la multitud—, es cosa fácil de probar —y volvió a hacer señas a Pedro—. Ven, muchacho, préstame tu gorra y verás lo que verás.

Entre las señas del malabarista y los empujones de la multitud, el pobre Pedro no sabía qué decir ni qué hacer; así que, al fin, dejando la bolsa sobre una piedra, se adelantó con la gorra en la mano.

—Gorra de la fortuna —gritó el malabarista; y empezó a sacar de la gorra que Pedro tenía en la mano, monedas de un cuarto de penique, de medio penique y de un centavo.

—No son míos —gritó Pedro—, ni de mi madre; y no tendré nada que ver con ellos.

—Entonces tengo que encontrar al dueño —dijo el malabarista, y, guiñando un ojo a la multitud, silbó alto y claro; al instante salió del carro un perrito con una mata de pelo alrededor de la cara.

—Este —dijo solemnemente el malabarista—, es un perro encantado, aunque nadie sabe lo que era antes de que el encantamiento cayera sobre él. Había un hombre que lo sabía, pero está muerto, ¡hoy mismo! —y volviéndose hacia el perrito le preguntó—. ¿Es tuyo el dinero?

Y el perro ladró una, dos y tres veces, mientras la multitud reía.

Pedro estaba desconcertado con todo aquello. Apenas tuvo el ingenio suficiente para volver a la piedra para buscar su bolsa, y que volviera la cara hacia su tía fue más por buena suerte que por buena gestión.

Pero una vez puesto en marcha, pronto se apartó de la multitud risueña y se habría ido rápidamente de no ser por el peso de la bolsa que llevaba.

¡Nunca hubo un pastel de Navidad del peso de este!

“Me extraña no haberlo notado antes. Pero estaba más fresco al principio”, pensó Pedro

No había avanzado ni tres metros cuando tuvo que detenerse a descansar y respirar bajo un árbol.

Mientras descansaba, vio a un hombre corriendo por el camino y mirando de un lado a otro, como si buscara algo.

Tan pronto Pedro lo vio, el hombre lo miró y lo llamó:

—Muchacho —dijo—, ¿qué llevas en tu bolsa?

—Amigo —dijo Pedro, recordando las lecciones de su madre—, ¿puedes decirme el nombre de la Ciudad de Twickenham?

Pero su pregunta no gustó al hombre.

—Deja de bromear —dijo—, ¿qué llevas en la bolsa?

—En la bolsa —gritó Pedro—. Adivina, si puedes. Es redondo como un queso y de un marrón más bien espeso.

El hombre no estaba de humor para adivinanzas.

—Si no me lo dices, lo veré por mí mismo —dijo, y echó mano a la bolsa.

—¡No es más que un poco de repostería de una vieja que piensa más que los demás! —gritó Pedro.

Pero para entonces el hombre ya había abierto la bolsa, y allí, ¡salvémonos todos, contenía una piedra de afilar!

—¡Ladrón! —gritó el hombre.

—¡Ladrón tú! —gritó Pedro—. ¿Dónde está el pastel que mi madre ha preparado para su pobre hermana, que lo está esperando? Oh, ¡el bonito pastel lleno de ciruelas!

—Yo no tengo nada que ver con el pastel, sino con la piedra de afilar que tú robaste —dijo el hombre.

—¡Oh, el gran pastel! ¿Qué dirá mi madre? —se lamentó Pedro.

El hombre y él se quedaron en el camino mirándose el uno al otro, y allí estarían si no hubiera llegado en ese momento el Maestro Malabarista en su carro pintado que tiraba un burro.

—¿Qué ocurre? —preguntó, deteniendo el burro cerca de la enojada pareja.

Y como no había nadie más para juzgar por ellos, le expusieron todo el asunto.

—Yo soy un hombre honesto —dijo el hombre—, y traigo una piedra de afilar a casa para mi amo, que es un buen amo, pero de mal genio y al que le gusta tener lo que es suyo. Como la afiladora pesa mucho, la metí en un saco para poder llevarla a cuestas. Yo y ella estaríamos ahora en casa del amo, si no me hubiera demorado para ver tus trucos. No hice más que poner la bolsa sobre una piedra para descansar, cuando este muchacho, ladrón donde los haya, se la llevó.

—¡Ay de mí! —gritó Pedro—. Desconfío de mí, estoy peor encantado que el perro. Mi gorra tiene monedas que no son mías; mi pastel está convertido en piedra, ¡y a mí, un muchacho honrado, me llaman ladrón!

Y alzando la voz, comenzó a llorar.

—Muy bien —dijo el malabarista—. Veo que les espera la buena fortuna —y ordenando a Pedro y al hombre que lo miraran de reojo mientras tejía un conjuro, empezó a recitar palabras extrañas como nunca se habían oído antes:

—“Zick zack zanery, quick, quack, quee, Ickery, nickery, chick, chack, chee, Lub, dub, dickery, snick, snack, snee”.

Y cuando Pedro y el hombre se dieron la vuelta por orden del malabarista, vieron en el camino dos bolsas donde antes sólo había una.

El pastel de la anciana yacía sano y salvo en una de ellas, y Pedro no perdió tiempo en llevárselo a su tía, pues no le gustaba nada toda aquella magia.

Y que era magia, y nada más que magia, lo que devolvía el pastel de Navidad cuando se había perdido, creía Pedro y lo contaba todos los días de su vida.

Pero mucha gente decía que el malabarista había encontrado la bolsa de Pedro donde la había dejado, y que ése era el secreto de todo el asunto.

Siempre hay gente que no cree en las cosas mágicas.