Cymbeline era el Rey de Gran Bretaña. Tuvo tres hijos. Dos de los hijos fueron robados cuando eran muy pequeños, y sólo le quedó una hija, Imogen. El Rey se casó por segunda vez y crió a Leonato, hijo de un querido amigo, como compañero de juegos de Imogen; y cuando Leonato tuvo edad suficiente, Imogen se casó con él en secreto. Esto enfureció al Rey y la Reina que, para castigar a Leonato, lo desterraron de Gran Bretaña.
A la pobre Imogen casi se le rompió el corazón al separarse de Leonato, y él no fue menos infeliz. Porque no sólo eran amantes y marido y mujer, sino que habían sido amigos y camaradas desde que eran niños. Con muchas lágrimas y besos se despidieron. Prometieron no olvidarse nunca el uno del otro, y que no se preocuparían por nadie más mientras vivieran.
—Este diamante era de mi madre, amor —dijo Imogen—; tómalo, corazón mío, y guárdalo mientras me ames.
—Dulcísima, hermosísima —respondió Leonato—, lleva este brazalete por mí.
—¡Ah! —gritó Imogen, llorando— ¿cuándo volveremos a vernos?
Y mientras aún estaban abrazados, entró el Rey, y Leonato tuvo que marcharse sin más despedida.

Cuando llegó a Roma, donde había ido a alojarse con un viejo amigo de su padre, pasaba los días pensando todavía en su querida Imogen, y las noches soñando con ella. Un día, en un banquete, algunos nobles italianos y franceses hablaban de sus amadas, y juraban que eran las damas más fieles, honorables y hermosas del mundo. Y un francés recordó a Leonato que él había dicho muchas veces que su esposa Imogen era más bella, sabia y constante que cualquiera de las damas de Francia.
—Sigo diciéndolo —dijo Leonato.
—No es buena para otra cosa que para engañar —dijo Iachimo, uno de los nobles italianos.
—Nunca me engañaría —dijo Leonato.
—Apuesto —dijo Iachimo— que, si voy a Gran Bretaña, puedo persuadir a tu mujer para que haga lo que yo quiera, aunque sea en contra de tus deseos.
—Eso nunca lo harás. Apuesto este anillo en mi dedo —que era el anillo que Imogen le había dado al despedirse—, a que mi esposa mantendrá todos sus votos hacia mí, y que tú nunca la persuadirás de hacer lo contrario —dijo Leonato.
Así que Iachimo apostó la mitad de sus bienes contra el anillo en el dedo de Leonato, y partió inmediatamente a Gran Bretaña con una carta de presentación para la esposa de Leonato. Cuando llegó allí fue recibido con toda amabilidad, pero seguía decidido a ganar su apuesta.
Dijo a Imogen que su marido ya no pensaba en ella, y continuó contando muchas mentiras crueles sobre él. Imogen escuchó al principio, pero pronto se dio cuenta de lo malvado que era Iachimo y le ordenó que la dejara. Entonces dijo:
—Perdóname, bella dama, todo lo que he dicho es falso. Sólo lo dije para ver si me creías, o si eras de fiar, como piensa tu marido. ¿Me perdonas?
—Te perdono libremente —dijo Imogen.
—Entonces —continuó Iachimo—, tal vez lo demuestres haciéndote cargo de un baúl, que contiene una serie de joyas que tu marido, yo y algunos otros caballeros hemos comprado como regalo para el Emperador de Roma.
—Ciertamente —dijo Imogen—, haré cualquier cosa por mi marido y por un amigo de él. Haz que envíen las joyas a mi habitación y yo me ocuparé de ellas.
—Es solo por una noche —dijo Iachimo— pues mañana dejo Gran Bretaña.

Así que llevaron el baúl a la habitación de Imogen, y esa noche ella se acostó y se durmió. Cuando estaba profundamente dormida, la tapa del baúl se abrió y salió un hombre. Era Iachimo. La historia de las joyas era tan falsa como el resto de las cosas que había dicho. Sólo había deseado entrar en su habitación para ganar su malvada apuesta. Miró a su alrededor y se fijó en los muebles, luego se arrastró hacia el lado de la cama donde dormía Imogen y le quitó del brazo el brazalete de oro que le había regalado su marido al partir. Luego, volvió sigilosamente al baúl y a la mañana siguiente partió a Roma.
Cuando se encontró con Leonato, le dijo:
—He estado en Gran Bretaña y he ganado la apuesta, pues tu esposa ya no piensa en ti. Se quedó hablando conmigo toda la noche en su habitación, que está decorada con tapices y tiene una chimenea tallada y candelabros de plata en forma de Cupidos guiñando el ojo.
—No creo que me haya olvidado; no creo que se haya quedado hablando contigo en su habitación. Has oído a los sirvientes describir su habitación.
—¡Ah! pero ella me dio este brazalete —dijo Iachimo quitándoselo del brazo—. Todavía la veo. Su bonita acción superó su regalo, y sin embargo lo enriqueció también. Me lo dio y dijo que alguna vez lo apreció.
—Toma el anillo —gritó Leonato—, has ganado; y también podrías haber ganado mi vida, pues nada me importa, ahora que sé que mi dama me ha olvidado.
Y loco de ira, escribió cartas a Gran Bretaña a su viejo sirviente, Pisanio, ordenándole que llevara a Imogen a Milford Haven y la asesinara, porque ella lo había olvidado y había regalado su obsequio. Al mismo tiempo escribió a la misma Imogen, diciéndole que fuera con Pisanio, su viejo sirviente, a Milford Haven y que él, su marido, estaría allí para recibirla.
Pisanio recibió su carta, pero era demasiado bueno para cumplir sus órdenes y demasiado sabio para dejarlas de lado. Entonces dio a Imogen la carta de su marido y partió con ella a Milford Haven. Antes de partir, la malvada Reina le dio una bebida que, según ella, sería útil en caso de enfermedad. Ella esperaba que él se la diera a Imogen, y que Imogen muriera, y el hijo de la malvada Reina pudiera ser Rey. La Reina pensaba que la bebida era un veneno, pero en realidad sólo era un somnífero.
Cuando Pisanio e Imogen se acercaron a Milford Haven, él le contó lo que realmente decía la carta que había recibido de su marido.
—Debo ir a Roma y verlo yo misma —dijo Imogen.
Y entonces Pisanio la ayudó a vestirse con ropas de muchacho, la despidió y regresó a la Corte. Antes de irse, le dio la bebida que le había dado la Reina.
Imogen siguió adelante, cada vez más cansada, y por fin llegó a una cueva. Parecía que alguien vivía allí, pero no había nadie en ese momento. Así que entró, y como estaba casi muerta de hambre, cogió algo de comida que vio allí; y acababa de hacerlo cuando un anciano y dos muchachos entraron a la cueva. Al verlos, se asustó mucho, pues pensó que se enfadarían con ella por haberles quitado su comida, a pesar de que había querido dejar dinero en la mesa. Pero, para su sorpresa, la recibieron amablemente. Estaba muy guapa con sus ropas de muchacho, y su cara era tan buena como bonita.
—Tú serás nuestro hermano —dijeron ambos muchachos; y así, se quedó con ellos y ayudó a cocinar la comida y a hacer las cosas confortables. Pero un día en el que el viejo, cuyo nombre era Bellarius, estaba de caza con los dos muchachos, Imogen se sintió mal y pensó en probar la medicina que le había dado Pisanio. Así que la tomó, y al instante se convirtió como en una criatura muerta, de modo que, cuando Bellarius y los muchachos regresaron de cazar, pensaron que estaba muerta, y con muchas lágrimas y cantos fúnebres, se la llevaron y la depositaron en el bosque, cubierta de flores.
Le cantaron dulces canciones, le echaron flores, prímulas pálidas, campanillas azules, eglantinas y musgo peludo y se marcharon apenados. Apenas se hubieron ido, Imogen se despertó y, sin saber cómo había llegado allí ni dónde estaba, se puso a vagar por el bosque.
Mientras Imogen vivía en la cueva, los romanos habían decidido atacar Gran Bretaña, y su ejército había llegado, y con ellos Leonato, que se había arrepentido de su maldad contra Imogen, así que había vuelto, no para luchar con los romanos contra Gran Bretaña, sino con los británicos contra Roma. Así que, como Imogen vagaba sola, se encontró con Lucius, el general romano, y entró a su servicio como su paje.

Cuando se libró la batalla entre romanos y británicos, Bellarius y sus dos hijos lucharon por su país, y Leonato, disfrazado de campesino británico, luchó a su lado. Los romanos habían tomado prisionero a Cymbeline, y el viejo Bellarius, con sus hijos y Leonato, rescataron valientemente al Rey. Entonces los británicos ganaron la batalla, y entre los prisioneros llevados ante el Rey estaban Lucius con Imogen, Iachimo y Leonato, que se había puesto el uniforme de soldado romano. Estaba cansado de su vida desde que había ordenado cruelmente que mataran a su esposa, y esperaba que, como soldado romano, lo condenaran a muerte.
Cuando fueron llevados ante el Rey, Lucius dijo:
—Un romano con corazón de romano puede sufrir. Si debo morir, que así sea. Sólo te pediré una cosa. Que mi hijo, un británico de nacimiento, sea rescatado. Nunca el amo tuvo un sirviente tan amable, dócil, diligente, fiel. No ha hecho daño a ningún británico, aunque ha servido a un romano. Sálvelo, señor.

Entonces Cymbeline miró al sirviente, que era su propia hija, Imogen, disfrazada, y aunque no la reconoció, sintió tal bondad que no sólo perdonó la vida del muchacho, sino que dijo:
—Tendrá cualquier bendición que quiera pedirme, aunque pida liberar al prisionero más noble.
Entonces Imogen dijo:
—La bendición que pido es que este caballero diga de quién obtuvo el anillo que tiene en el dedo —y señaló a Iachimo.
—Habla —dijo Cymbeline— ¿cómo conseguiste ese diamante?
Entonces Iachimo contó toda la verdad de su villanía. Ante esto, Leonato fue incapaz de contenerse y, desechando toda idea de disimulo, se adelantó maldiciéndose por su insensatez al haber creído la mentirosa historia de Iachimo, e invocando una y otra vez a su esposa a la que creía muerta.
—¡Oh, Imogen, mi amor, mi vida! —gritó— ¡Oh, Imogen!
Entonces Imogen, olvidando que estaba disfrazada, gritó:
—¡Paz, mi señor… aquí, aquí!

Leonato se volvió para golpear al sirviente que se había entrometido en su gran problema, y entonces vio que era su esposa, Imogen, y cayeron abrazados.
El Rey estaba tan contento de ver a su querida hija nuevamente, y tan agradecido al hombre que lo había rescatado (que ahora sabía que era Leonato), que dio su bendición a su matrimonio, y luego se volvió hacia Bellarius y los dos muchachos. Bellarius habló:
—Soy su antiguo sirviente, Bellarius. Me acusaste de traición cuando sólo te había sido leal, y que dudaran de mí me hizo desleal. Así que robé a tus dos hijos, y mira… ¡están aquí! —y presentó a los dos muchachos, que habían jurado ser hermanos de Imogen cuando pensaron que era un muchacho como ellos.
La malvada Reina murió a causa de algunos de sus propios venenos, y el Rey, con sus tres hijos alrededor, vivió feliz hasta la vejez.
Así, los malvados fueron castigados, y los buenos y honrados vivieron felices para siempre. Que los malvados sufran y los honrados prosperen hasta el fin del mundo.