“Oh, Conejito Moñito, tan tímido y suave,
dime, ¿qué ves con tus ojos, redondos y tan grandes?
‘En invierno, los conejos’, dijo con expresión de deseo,
‘miramos si pasa Santa Claus en su trineo’”.
La pequeña Dorothy había pasado todos los pocos años de su vida en el campo, y como era la única niña de la granja, se le permitía vagar por los prados y bosques a su antojo. En las luminosas mañanas de verano, la madre de Dorothy le ataba una cofia bajo la barbilla y la niña salía al campo a divertirse a su manera.
Llegó a conocer todas las flores que crecían y a llamarlas por su nombre, y siempre andaba con mucho cuidado para no pisarlas, pues Dorothy era una niña de buen corazón y no le gustaba aplastar las bonitas flores que florecían a su paso. También quería mucho a todos los animales, y aprendió a conocerlos bien, e incluso a entender su lenguaje, cosa que muy pocas personas pueden hacer. Y los animales, a su vez, querían a Dorothy, pues entre ellos se corría la voz de que se podía confiar en que no les haría ningún daño. El caballo, al que Dorothy acariciaba suavemente el hocico, le habló a la vaca de su bondad, y la vaca al perro, y el perro al gato, y el gato al gatito negro, y el gatito negro al conejo, cuando un día se encontraron en el campo de nabos.
Por eso, cuando el conejo, que es el más tímido de todos los animales y el más difícil de conocer, se asomó un día a un pequeño arbusto en la orilla del bosque y vio a Dorothy de pie a poca distancia, no huyó corriendo, como es su costumbre, sino que se quedó muy quieto y se encontró con la mirada de sus dulces ojos con valentía, aunque tal vez su corazón latía un poco más rápido de lo habitual.
La propia Dorothy temía espantarlo, así que se mantuvo muy callada durante un rato, apoyada en silencio contra un árbol y sonriendo alentadora a su tímido compañero, hasta que el conejo se tranquilizó y parpadeó pensativo con sus grandes ojos. Pues estaba tan interesado en la niña como ella en él, ya que era la primera vez que se atrevía a conocer a una persona cara a cara.
Finalmente, Dorothy se aventuró a hablar, así que preguntó, muy suave y lentamente:
—Oh, Conejito Moñito, tan tímido y suave,
dime, ¿qué ves con tus ojos, redondos y tan grandes?
—Muchas cosas —respondió el conejo, a quien le agradó oír a la niña hablar en su propio idioma—; en verano veo las hojas de trébol, de las que me gusta alimentarme, y las coles al final del huerto del granjero. Veo los arbustos frescos donde puedo esconderme de mis enemigos, y veo a los perros y a los hombres mucho antes de que puedan verme, o de que sepan que estoy cerca, y por lo tanto soy capaz de mantenerme fuera de su camino.
—¿Por eso tus ojos son tan grandes? —preguntó Dorothy.
—Supongo que si —respondió el conejo—. Sólo tenemos ojos, orejas y patas para defendernos. No podemos luchar, pero siempre podemos huir, y esa es una forma mucho mejor de salvar nuestras vidas que luchando.
—¿Dónde es tu casa, conejito? —preguntó la niña.
—Vivo en la tierra, muy abajo, en un agujero fresco y agradable que he cavado en medio del bosque. En el fondo del agujero está la habitación más bonita que puedas imaginar, y allí he hecho una cama blanda para descansar por la noche. Cuando me encuentro con un enemigo corro a mi agujero y me meto dentro, y allí me quedo hasta que pasa todo el peligro.
—Me has contado lo que ves en verano —continuó Dorothy, que estaba muy interesada en el relato que el conejo hacía de sí mismo—, pero, ¿qué ves en invierno?
—En invierno, los conejos —dijo, con expresión de deseo—
miramos si pasa Santa Claus en su trineo.
—¿Y alguna vez lo viste? —preguntó la niña, ansiosa.
—Oh, sí, todos los inviernos. No le tengo miedo, ni tampoco a sus renos. Y es muy divertido verlo llegar corriendo, haciendo sonar su látigo y llamando alegremente a sus renos, que son capaces de correr incluso más rápido que nosotros, los conejos. Y Santa Claus, cuando me ve, siempre me hace una seña con la cabeza y me sonríe, y entonces yo lo cuido a él y a su gran carga de juguetes que lleva a los niños, hasta que se aleja galopando hasta perderse de vista. Me gusta ver los juguetes, porque son brillantes y bonitos, y cada año hay algo nuevo entre ellos. Una vez visité a Santa Claus y lo vi fabricar los juguetes

—¡Oh, cuéntame! —suplicó Dorothy.
—Fue una mañana después de Navidad —dijo el conejo, que parecía disfrutar hablando, ahora que había superado su miedo a Dorothy—, y yo estaba sentado al borde del camino cuando Santa Claus volvió cabalgando en su trineo vacío. No vuelve a casa tan deprisa como se va, y cuando me vio se detuvo para hablar conmigo.
—Estás muy guapo esta mañana, Conejito —dijo, a su alegre manera—; creo que a los niños les encantaría tenerte para jugar.
—No lo dudo, señoría —respondí—. Pero no tardarían en matarme a manotazos, incluso si no me dieran un susto de muerte, porque los niños son muy bruscos con los juguetes.
—Es verdad —respondió Santa Claus—, y, sin embargo, eres tan suave y bonito que es una lástima que los bebés no puedan tenerte. Sin embargo, como abusarían de un conejo vivo, creo que les haré unos conejos de juguete, a los que no podrán hacer daño; así que, si te subes a mi trineo conmigo y vienes a casa, a mi castillo, durante unos días, veré si puedo hacer unos conejos de juguete iguales a ti.
—Por supuesto que accedí, pues a todos nos gusta complacer al viejo Santa Claus, y un minuto después me había subido al trineo a su lado y partíamos a toda velocidad hacia su castillo. Disfruté mucho del paseo, pero mucho más del castillo, porque era uno de los lugares más hermosos que se puedan imaginar. Se alzaba en la cima de una alta montaña y está construido con ladrillos de oro y plata, y las ventanas son puros cristales de diamante. Las habitaciones son grandes y altas, y hay una alfombra suave en cada piso y muchas cosas extrañas esparcidas por todas partes para divertirse. Santa Claus vive allí solo, a excepción de la vieja Madre Hubbard, que le prepara la comida, y te aseguro que su armario nunca está vacío. En lo alto del castillo hay una gran habitación, que es el taller de Santa Claus, donde fabrica los juguetes. Por un lado, está el banco de trabajo, con un montón de sierras, martillos y cuchillas; por otro, el banco de pintura, con pinturas de todos los colores y pinceles de todos los tamaños y formas. Y en otros lugares hay grandes estantes, donde los juguetes se ponen a secar y se mantienen nuevos y brillantes hasta que llega la Navidad y es el momento de cargarlos todos en su trineo.
Después de que Mamá Hubbard me diera una buena cena y yo comiera uno de los tréboles más deliciosos que jamás he probado, Santa Claus me llevó a su cuarto de trabajo y me sentó a la mesa.
—Si pudiera hacer conejos la mitad de bonitos que tú —dijo—, los pequeños estarían encantados.
Entonces encendió una gran pipa y empezó a fumar, y pronto tomó un rollo de suave piel de un estante en un rincón y empezó a cortarlo en forma de conejo. Fumaba y silbaba todo el tiempo que duraba su trabajo, y me hablaba de una manera tan alegre que me quedé quieto y le permití que me midiera las orejas y las piernas para que pudiera cortar la piel con la forma adecuada.
—Te he puesto la nariz demasiado larga, Conejito —dijo una vez; y recortó un poco del pelo que estaba cortando para que la nariz del conejo de juguete fuera como la mía. Y otra vez dijo:
—¡Dios mío, las orejas son demasiado cortas! —tuvo que buscar aguja e hilo y coser más pelo a las orejas para que tuvieran el tamaño adecuado. Pero, al cabo de un rato, todo quedó terminado, y luego rellenó el pelaje con serrín y lo cosió a la perfección; después le puso unos ojos de cristal que dieron al conejo de juguete un aspecto maravillosamente real. Cuando estuvo terminado, lo puso sobre la mesa, a mi lado, y al principio no sabía si era yo el conejo vivo o el de juguete, pues éramos muy parecidos.
—Es un trabajo muy bueno —dijo Santa Claus, asintiendo agradablemente con la cabeza—; y tendré que hacer muchos de estos conejos, porque seguro que a los niños les encantarán.
Inmediatamente se puso a hacer otro, y esta vez cortó el pelaje a la medida exacta, de modo que quedó aún mejor que el primer conejo.
—Tengo que ponerle un chirrido —dijo Santa Claus.
Así que sacó una caja de chirridos de una estantería y metió uno en el conejo antes de coserlo. Cuando todo estuvo terminado, apretó el conejo de juguete con el pulgar, y éste chirrió con tanta naturalidad que yo salté de la mesa, temiendo al principio que el nuevo conejo estuviera vivo. El viejo Santa Claus se rio alegremente, y yo me recuperé pronto del susto y me alegré al pensar que los niños iban a tener juguetes tan bonitos.
—Después de esto —dijo Santa Claus—, puedo hacer conejos sin tenerte a ti como patrón; pero si quieres puedes quedarte unos días más en mi castillo y entretenerte.
Le di las gracias y decidí quedarme. Así que durante varios días lo vi hacer toda clase de juguetes, y me maravillaba ver con qué rapidez los hacía y cuántas cosas nuevas inventaba. Un día le dije:
—Casi me gustaría ser niño, porque entonces yo también podría tener juguetes.
—Ah, tú puedes correr todo el día, en verano y en invierno, y divertirte a tu manera —dijo Santa Claus—, pero los pobres niñitos están obligados a quedarse en casa en invierno y en los días lluviosos de verano, y entonces deben tener juguetes para entretenerse y mantenerse contentos.
Yo sabía que esto era cierto, así que sólo dije con admiración:
—Debes ser el más rápido y el mejor obrero de todo el mundo, Santa Claus.
—Supongo que lo soy —respondió—; pero, verás, llevo cientos de años haciendo juguetes, y hago tantos que no es de extrañar que sea hábil. Y ahora, si estás listo para volver a casa, engancharé el reno y te llevaré de vuelta.
—Oh, no —dije—, refiero correr solo, porque puedo encontrar fácilmente el camino y quiero ver el país.
—Si es así —respondió Santa Claus—, debo darte un collar mágico para que te lo pongas y no sufras ningún daño.
Así que, después de que Mamá Hubbard me diera una buena comida de nabos y repollo en rodajas, Santa Claus me puso el collar mágico alrededor del cuello y partí hacia casa. Me tomé mi tiempo en el viaje, pues sabía que nada podría hacerme daño, y vi muchas cosas extrañas antes de volver a este lugar.
—Pero, ¿qué fue del collar mágico? —preguntó Dorothy, que había escuchado la historia de Conejo con gran interés.
—Cuando llegué a casa —respondió el conejo—, el collar desapareció de mi cuello y supe que Santa Claus lo había vuelto a llamar. No me lo regaló, sino que me dejó llevarlo para protegerme. Las Navidades siguientes, cuando me acerqué a la carretera para ver a Santa Claus, me alegró ver que muchos de los conejos de juguete sobresalían del trineo cargado. A los niños también les debieron de gustar, porque todos los años desde entonces los he visto entre los juguetes. Santa Claus nunca se olvida de mí, y cada vez que pasa me grita con su alegre voz: “¡Feliz Navidad, Conejito! Los niños aún te quieren mucho”.
Conejo hizo una pausa, y Dorothy estaba a punto de hacer otra pregunta cuando Conejo levantó la cabeza y pareció oír que algo se acercaba.
—¿Qué es? —preguntó la niña.
—Es el gran perro pastor del granjero —respondió Conejo—, y debo irme antes de que me vea, o tendré que correr por mi vida. Así que adiós, Dorothy; espero que nos volvamos a ver, y entonces te contaré con mucho gusto más de mis aventuras.
Al instante siguiente se había internado en el bosque, y todo lo que Dorothy podía ver de él era un rayo gris que entraba y salía entre los árboles.